A principios de la primavera de 1981, Raymond Carver y Samuel Beckett se encerraron un fin de semana en una vieja casona a las afueras de Tulsa (Oklahoma) para escribir un relato. Carver tenía entonces 42 años y acababa de publicar “De qué hablamos cuando hablamos de amor”. Beckett estaba a punto de cumplir 75, pero de alguna manera seguía esperando a Godot. Habían mantenido correspondencia sobre la naturaleza del absurdo pero no se conocían personalmente, si bien trabaron cierta amistad. “No hay nada de absurdo en que dos hombres con tan poco talento para la felicidad sean amigos”, llegó a decir Carver poco antes de morir. David Graham, el granjero que les arrendó la casona, recuerda a la perfección aquellos días: “Eran hombres realmente extraños. Cada mañana les dejaba en la puerta un par de botellas de bourbon, huevos duros y unos sándwiches fríos de pollo, y al atardecer volvía para recoger la basura y les llevaba un termo de café. No me permitían la entrada. No sé por qué diablos decidieron alquilar aquella casona. Estaba oculta entre los maizales, su mobiliario era austero, no había agua corriente, ni luz. Solíamos usarla en invierno como almacén. Una tarde eché un vistazo por la ventana. Estaban sentados sobre taburetes, cara a la pared, fumando bajo la luz pálida de un candil. No conversaban, ni escribían, ni nada. Sólo daban largas caladas a sus cigarrillos y dejaban caer las cenizas al suelo”.
Este es el resultado de aquel encuentro.
JUNTOS
Susan y George retozan sobre la cama de agua en su apartamento mientras las seis de la tarde titubean rojas en el radio-reloj-despertador. Él se sienta a horcajadas sobre el vientre de Susan y aprisiona con sus manos las de ella contra la almohada.
—No me gustas nada, Susi. Vamos, ni un poquito, pero me encantan ese aliento tuyo matinal que huele a floristería de Bombay, tus cabellos de musgo y tu piel hecha medusa.
—Tu tampoco me gustas a mí, cariño. Cada día que pasa te noto más musculoso. Un día de estos tus tríceps van a reventar como globos de helio. A veces siento que me he casado con una plancha de acero inoxidable. Debe de ser que te estás haciendo joven. Si hasta te están brotando pelos negros entre las canas y se te caen los de la nariz y las orejas —Susan intenta soltarse, pero la presión que ejercen las manos de George es demasiado fuerte—. Anda, no me sueltes nunca, haz el favor. Me encanta que me oprimas.
—Si me dices un piropo, no te soltaré jamás.
—Georgie, amorcito, eres realmente despreciable.
George besa los labios de Susan, que mira despreocupada la hora en el radio-reloj-despertador, y sonríe con los ojos cerrados. Luego la libera las manos, hace una reverencia circense y se precipita en calzoncillos hacia el cuarto de baño.
—Cariño —gruñe Susan desperezándose—. Creo que no me apetece que me traigas el desayuno a la cama.
—No te preocupes, pero es una lástima, un verdadero contratiempo. Me apetecía tanto. —responde Georges con la boca llena de pasta dentífrica.
Susan se ciñe a la cintura un batín de seda roja y levanta enérgica la persiana, que chirría como el frenazo de un coche. Hace tiempo que Georges no engrasa el eje con manteca y además la correa necesita más tensión. Tras la ventana la lluvia cae con valentía y desparpajo sobre el patio. Suena traviesa, a niño pobre que agita una caja de chinchetas, luego se expande, ondula y acaba deslizándose por el tobogán del desagüe.
—¡Hace un día precioso! —exclama Susan—. Deberíamos quedarnos en casa, ¿por qué no telefoneas a los Harrington y les dices que no nos apetece quedar con ellos? Luego podríamos no ir a cenar a casa de mamá. Me apetece tanto.
—Me encantaría, preciosa —grita Georges desde la cocina mientras voltea una tostada pringosa sobre una sartén—. Pero ahora mismo no estoy ocupado.
—En ese caso, no seré yo quién les llame.
Susan alcanza el teléfono que está sobre la mesilla y marca.
—Adiós, Lucille. ¿Qué tal te encuentras? Muy mal… me alegro tanto. Entonces ¿cómo lo hacemos? A cualquier hora menos a las ocho. Totalmente en desacuerdo. Hola.
Cuelga un segundo, descuelga y vuelve a marcar.
—Hasta luego, mamá. Sólo llamaba para recordarte que hoy no iremos a cenar. ¿Qué no has preparado nada? No importa, ya nos arreglaremos. Entonces Bill, Marcia y los gemelos no pueden venir. George se alegrará mucho, mamá. Le encanta que los pequeños le lancen patadas a las espinillas mientras sorben la sopa. Buenos días, mamá. Tengo que colgar. No, no hace falta que le des recuerdos a papá.
Georges cruza la puerta del dormitorio con una bandeja entre las manos mientras silba el estribillo de Moon River. Trae café, una fuente llena de tostadas crujientes y zumo de naranja recién exprimido.
—Café y tostadas, ¡qué asco! —dice Susan conteniendo una arcada.
—Las he hecho como a ti te gustan, amor, quemadas y sin mantequilla. El zumo es de limón, el mismo que sobró de antes de ayer. Ya me conoces, todo me parece poco para mi abominable mujercita —dice tras lanzar al aire una pedorreta.
—Que detalle tan poco romántico, Georgie. No sé qué haría contigo.
—Probablemente, morirte de pena.
George y Susan salen del portal. A sus espaldas se cierran las puertas del ascensor. El portero se tapa las narices y les desea que tengan un mal día señalando con el pulgar hacia abajo. George lleva puesto el mismo traje gris marengo que el día de su boda, aunque ha cambiado la corbata marfil por una verde estampada de torbellinos grises. Susan lleva los labios de un rojo intenso y un vaporoso traje beige recién planchado que le viene algo pequeño y aún lleva colgando la etiqueta. Caminan despacio del brazo bajo el mismo paraguas obsequio de una promoción de loca-cola, sorteando los charcos que pueblan la avenida, y de cuando en cuando se paran un instante a mirar los banderines negros de plástico, las luces fundidas y las heces de caballo que engalanan las calles. Al fondo, una vieja andrajosa empuja con dificultad un carrito lleno de trapos raídos y periódicos sepia. El pelo le chorrea y le cae sobre los ojos como un rastrillo sucio. No es una mujer fea, incluso es posible que en su juventud la rondaran pretendientes, pero ahora su cara es un mapa de sabañones, purulencias y capilares enrojecidos. George aviva el paso hasta alcanzarla y le ofrece un dólar de plata.
—No se moleste, querido imbécil —dice amable la vieja—. No necesito nada ni de usted ni de nadie
—Tampoco pensaba dárselo —contesta George guardando la moneda en un bolsillo—. Pero permítame decirle, en confianza, que es usted una de las mujeres más guapas que he visto en mi vida. ¿Nunca le han dicho que es clavadita a Marilyn?
—Sí, todos los días. Tres o cuatro veces. Con el tiempo una acaba acostumbrándose a que los hombres le digan esa clase de memeces.
Susan ríe a carcajadas. Ha dejado de llover y pliega con mimo el paraguas de loca-cola.
—¿Puedo comprarle uno de sus periódicos? —insiste George—. Supongo que serán de hoy.
—No, son de mañana —replica la vieja—. Pero en cualquier caso no están en venta.
—Entonces, deme uno. ¿Cuánto es?
—Nada.
La vieja le entrega un periódico a cambio del dólar y George arroja el diario dentro de una papelera herrumbrosa, por cuyos bordes amarillos resbalan gotas menudas de lluvia.
—Es el mejor lugar para las páginas de cultura, señora. No se lo tome como algo personal —se justifica mientras la vieja tose a discreción y escupe sangre dentro de la papelera.
George nota que algo golpea su abdomen. Es un codo de Susan. Acaba de ver a los Harrington en Columbus Circle. Más bien acaba de ver la silueta embarazada de Lucille bajo una marquesina, porque Anthony está tan delgado y calvo, que visto a lo lejos parece una piruleta mustia. Susan y George se acercan aprisa a los Harrington, y los cuatro cambian adioses y cumplidos.
—Estás radiante, Lucille. El embarazo te sienta de maravilla —dice Susan haciendo aspavientos con el paraguas de loca-cola.
Lucille frunce sus hocicos de pekinesa y George susurra algo al oído de Susan. Pero Susan no dice nada, sólo se encoge de hombros.
—Susan, querida. Ese conjunto que llevas es nuevo ¿verdad? —advierte Lucille sonriente—. Pues te queda que ni pintado, como una segunda piel.
Susan se estira la falda, pero le queda tan ajustada que la tela vuelve a la posición de partida como un muelle.
—Sí, me lo compré ayer en Versace. Lo acababan de traer de París. Mira, le acabo de quitar el sello que venía pegado en la etiqueta.
—¿De París, Tejas o de París, París?
—De París, Zimbabwe. Ahora es el centro mundial de la moda. ¿Cuánto hace que se os ha averiado el televisor, querida? ¿Acaso han despedido a Anthony del taller? Ya sabes que podéis contar con nosotros para lo que sea.
—Basta ya de charla trascendente, chicas —tercia Georges—. ¿Qué os parece si nos tomamos un café?
—Lo cierto es que nos apetece mucho a los dos, —dice Anthony— ¿verdad, cariño? —Lucille asiente—. Pero es imposible. Hemos quedado en no cenar en casa de mi hermano Sam. Ha sido muy repentino. Pensábamos llamaros, pero hemos supuesto que aún no os habríais arreglado para salir.
—No te preocupes, Anthony. Nosotros tampoco tenemos que ir a cenar a casa de mi suegra.
—En ese caso, hola —Anthony ofrece su mano a George, que la estrecha con fuerza, mientras Lucille y Susan se besan y se deshacen en halagos.
Los Harrington cruzan Columbus Circle y se pierden calle abajo. Anthony trata de rodear con un brazo la cintura embarazada de su esposa, pero no puede abarcarla y vuelve un segundo la cabeza. Georges y Susan aún permanecen bajo la marquesina. Un taxi vacío se acerca a ellos y salpica de agua la acera. Georges levanta una pierna para que se detenga, y el taxista, un tipo manco y corpulento, para dando un frenazo, le cede su asiento y monta detrás junto a Susan.
—Este trabajo es francamente agotador, pero no acepto propinas —dice a la vez que pasa su brazo amputado sobre los hombros de Susan, mientras George tuerce el volante y el taxi se adentra en la 62 bajo una hilera de banderines negros y luces fundidas.
Susan toca el timbre y su madre, en camisón, abre la puerta soñolienta. Es una mujer gruesa, de rasgos amables, esa madre tierna y eficiente teñida de rubio que todo el mundo cree tener.
—Lavaos aprisa las manos y pasad al comedor, queridos. Papá, Bill, Marcia y los gemelos os esperan impacientes —dice entre bostezos antes de perderse en el pasillo camino de su dormitorio.
Susan y Georges entran en el salón con el paraguas de Loca-cola abierto. Las lámparas auxiliares están encendidas y todos duermen plácidamente. Papá lo hace en su butaca de lectura, bajo el reloj de pared recuerdo de Florencia. Bill, Marcia y los pequeños ronronean sobre la alfombra persa tapados con cojines blancos que parecen nubes. Se descalzan, se hacen un sitio entre los niños y se quedan dormidos uno en brazos del otro bajo el paraguas. Horas después Susan se despierta sobresaltada y susurra al oído de Georges que le quiere. Georges le da un beso con los ojos cerrados que sabe a sueño. Luego abre los ojos lentamente, pliega el paraguas y busca de reojo la hora en el reloj de pared.
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